TABASCO. En el bullicioso corazón de la colonia Tamulté, en la calle Agustín de Iturbide, un nombre resuena con sabor a tradición y resiliencia: “La Pasadita”. No es sólo una pozolería, es el testimonio vivo del amor de una madre y la perseverancia de un hijo. Javier Hernández Mayo, de 65 años, es hoy el custodio de este legado que, desde hace 23 años, ha sido el sustento de su familia y un producto indispensable para incontables tabasqueños.

La historia de “La Pasadita” es la de una madre incansable. Ante la falta de oportunidades laborales, ella tomó la iniciativa de vender pozol para sacar adelante a sus hijos y asegurar su educación.

“Ella para mantenernos nos puso a vender. Ella falleció y yo me hice cargo del pozol y ahí empezó todo”, relata Javier, con la voz cargada de gratitud y cariño. Hace 12 años, la partida de su madre dejó un vacío, pero también una semilla de fortaleza que Javier cultivó con dedicación.

Para Javier, la transición al negocio familiar no fue un salto al vacío. “Como observó a su madre toda su vida, no se le dificultó hacerse cargo del negocio”, explica, demostrando que el aprendizaje se dio día a día, al lado de la mujer que le enseñó el valor del trabajo y el sacrificio.

Hoy, siendo soltero y con la triste realidad de haber despedido a la mayoría de sus hermanos, el pozol se ha convertido en su principal sustento económico y en el eje central de su existencia. “Ya le agarré cariño al negocio, y de ahí ya no me despego de aquí hasta que yo muera”, afirma con convicción.

El éxito de “La Pasadita” no solo reside en el sabor auténtico del pozol, sino en la calidez y el buen trato que Javier ofrece a su clientela. “La principal causa de que lleguen su clientela, es el buen trato que ofrece”, asegura.

Esta conexión ha trascendido las fronteras de Tamulté, atrayendo a clientes fieles de otras colonias e incluso de destinos tan lejanos como Cancún y Mérida, quienes hacen encargos especiales para llevar consigo un pedazo de Tabasco.

Aunque la edad ha traído sus desafíos –Javier solía ser fontanero, pero el cansancio lo obligó a dedicarse de lleno al pozol–, la pasión por lo que hace lo mantiene en pie. Desde las cuatro de la mañana, comienza el proceso artesanal: cocer el maíz por dos horas para luego lavarlo, un ritual diario que, a pesar del cansancio que se acumula en sus 65 años, lo llena de satisfacción.

“Aquí es mi vida, porque sin eso no hay entrada de nada”, confiesa, enfatizando que preservar el legado de su madre es una fuente inagotable de alegría.

Incluso en los días difíciles, cuando el clima caprichoso afecta la demanda del pozol, Javier encuentra la fuerza en la memoria de su madre y en el propósito que le ha dado a su vida.

El pozol de “La Pasadita” no es solo una bebida refrescante; es un símbolo de la resiliencia tabasqueña y el tributo constante de un hijo al legado de una madre que, con su esfuerzo y visión, sentó las bases para su supervivencia y la de un sabor que hoy es parte esencial de la identidad de Tamulté.